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La nochebuena en el desierto es repleta de estrellas recién pulidas pero ninguna luce tan ostentosa como la luna plena que acaricia el lomo de la montaña extendida como lagarto dormido. Al costado, la montaña luce su propia estrella de luces eléctricas como joya de alguna orden masónica. A esta frontera donde se dice que casi se encuentran las puntas de la colas de la Sierra Madre al sur y la Sierra Rocosa al norte se le llama El Paso del Norte por donde se han colado por los siglos comerciantes del imperio mexica, conquistadores gachupines asándose en sus yelmos y corazas de acero, gringos aventureros, y refugiados de las dictaduras y del hambre. Ha sido puerta y puerto de peregrinos, de pobres en busca de albergo, de abrigo, de refugio, de trabajo.
En noche buena en otros tiempos se llevaban a cabo las posadas a tiempo para la misa de gallo en la catedral. Han llegado los santos peregrinos y nace el niño de la luz. Aleluya, aleluya, aleluya — y paz en la Tierra.
Pero no es sólo en esta noche que el Río Bravo y la montaña, la luna y las estrellas ven llegar a José (y Pedro y Pablo y Juan) y a María (y Chayo y Rosa y Carmen) y ven, en pesebre o no, nacer a Jesús (y Lupe, Arturo y Susana, Francisco y Cecilia) todos niños de luz. Pero aun no hay paz en la Tierra.
Para estas noches, desde que yo era niño, en la Plaza de San Jacinto (o de los lagartos) se ha decorado un árbol navideño gigante lleno de luces (y, a mi niñez, de maravillas) con una estrella encendida en la punta. Arriba, las estrellas del cielo están muy lejos y, aunque enormes más allá de la imaginación, aparecen muy pequeñas a la vista. Pastores o no, nadie espera que nos canten los ángeles y si fuéramos sabios nos contentaríamos con nuestra humilde luna, espejo de nuestra propia estrella el bendito Sol, lo bastante asombroso aunque chico entre estrellas, y nos daríamos cuenta de que la paz en la Tierra no nos llegará de los cielos sino de nosotros mismos, hechos todos de polvo de estrella.
© Rafael Jesús González 2007
Full Christmas Moon
Christmas eve in the desert is full of recently polished stars but none shines so brightly as the full moon that caresses the back of the mountain stretched like a lizard asleep. On its side, the mountain wears its own star of electric lights like a jewel of some Masonic order. This border where they say the tips of the tails of the Sierra Madre to the south and the Rocky Mountains to the north almost meet is called El Paso del Norte (Pass of the North) through which have filtered merchants of the Mexica empire, Spanish conquistadores roasting in their helmets and breastplates of steel, gringo adventurers, and refugees from dictatorships and hunger. It has been the door and port of pilgrims, of the poor in search of lodging, of shelter, of refuge, of work.
On Christmas eve in other times the posadas came to their close in time for midnight mass at the cathedral. The holy pilgrims have arrived and the child of light is born. Halleluiah, halleluiah, halleluiah — and peace on Earth.
But it is not only on this night that the Río Grande and the mountain, the moon and the stars see José (and Pedro and Pablo and Juan) and María (and Chayo and Rosa and Carmen) come, and see, in a stable or not, Jesús (and Lupe, Arturo and Susana, Francisco and Cecilia) born, all children of Light. But even so, there is no peace on Earth.
For these nights, since I was a child, in San Jacinto (or Alligator) Plaza has been decorated a giant Christmas tree full of lights (and, to my childishness, marvels) with a star lit at its tip. Above, the stars of the heavens are very far away and, though enormous beyond imagining, appear very small to the sight. Shepherds or not, no one expects the angels to sing to us, and were we wise we would content ourselves with our humble moon, mirror of our own star the holy Sun, awesome enough though small as stars go, and we would realize that peace on Earth will not come to us from the heavens but from ourselves, all made from the dust of stars.
© Rafael Jesús González 2007
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