Celebrating Memorial Day, remembering and honoring persons who have died while serving in the United States Armed Forces, let us reflect on the fact that the United States, like all empires, has been in constant war or supporting wars with armaments since its beginning. War, the single most cause of wasting of the Earth and creating climate change, wasting lives (U.S. lives and even more so, lives in the countries it invades or in which it "intervenes.")
And what democracy we have been struggling for since the inception of the United States is at stake against a growing fascism.
Fifty-one years ago this past April 30th, the U.S.-Vietnam War came to an end with the fall of Saigon, a disgraceful war to which a great majority of the people were opposed. Though since then, U.S. wars equally disgraceful have been fought, this one was mine, not because I fought in it but against it.
I share my thoughts during my visit to the Vietnam War Memorial in 2006 as my way of honoring Memorial Day:
My first day in Washington D.C., in the heat of August, straight from the Museum of the American Indian, wearing my T-shirt picturing the Apache Gerónimo and his armed companions and reading, “Homeland Security, Fighting Terrorism since 1492”, I walk down the Mall, skirt the obelisk of the Washington Monument, down the reflecting pool, past the white marble Greek temple of the Lincoln Monument, to the Viet-Nam Wall —a pilgrimage to the memorial to “my war,” mine not because I fought in it, but because I fought against it — heart, mind, and soul.
My intent, a kind of penance, like saying the rosary, is to start at one end to the other and read each and every one of the 58,245 names, imagining a face, an age, a history, a life. I know it will be hard, but do not think it impossible (not one of the five million names of the Vietnamese dead are even alluded to.) I start with one name, John H. Anderson Jr. (PFC, 19 years of age, dead May 25, 1968, I later look up in the log), then several, increasing exponentially. It becomes more and more difficult to focus, the faces, the figures of families, lovers, tourists reflected moving against the mirroring black granite Wall is a distraction, their chatter, at times their laughter, an intrusion upon my meditations. As the Wall grows longer, rises higher and higher toward the center, the names crowd upon each other, pile up high and tight, at times difficult to distinguish, I do not know if for the numbers, the height, for the glare of the sun, or for the tears welling in my eyes. The names, the letters blur, run together.
I begin to skim, to let my attention chance upon a name, a Smith, a Cohen, a Bankowski, an O’Mally, a Chan, certainly a González here and there — every European and many another culture represented by a name. How came they to be there, what history of need, what myth or dream of theirs, or of some recent or distant ancestor, brought them to be “American” and die in a war without sense or reason?
After a time my reading becomes cursory, I occasionally stop, kneel to pick up and read a letter, a note of testimonial — of love, of remembrance — left at the foot of the Wall by some surviving wife, sweetheart, mother, father, son, daughter, nephew, niece, friend. A flag here and there, a flower (mostly artificial, a live few in soda bottles, wilting in the heat.)
My mind gradually becomes numb, at times almost hallucinatory, wonders —imagines seeing the name there of a moneyed coward with powerful political connections that now inhabits a white house not far away.
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They say the dead live on for as long as they are remembered. How many of these names etched here are still remembered? A few people, holding scraps of paper against the black stone make rubbings. Most hurry by, the kids impatient to reach the end, the names picked there not interesting enough to hold their attention. The names.
Last year, Xochipilli, my men’s ritual group, in collaboration with the ‘Faces of the War Project,’ created an Ofrenda to the Victims of War, for the annual Días de los Muertos Community Celebration at the Oakland Museum of California. The ofrenda stood against the walls lined with the photographs and names of the U. S. soldiers dead in Iraq, the names, without the photographs, of Iraqi dead. The names, still fresh, living in recent memory. Another war, as senseless, as irredeemable as that of Viet-Nam. I am tired, my face wet with sweat and tears I do not bother to wipe away. Tourists look at me, respectfully keep their distance, look away. They sense that this, that of Viet-Nam, is my war; I do not know if my T-shirt gives them a clue as to why.
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I reach the other end of the Wall, Jessie Charles Alba (Sgt., aged 20, dead May 25, 1968, the middle of the war.)
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Retracing my way up the reflecting pool, I must climb the steps of the Lincoln Memorial from which Marian Anderson once sang, from which Martin Luther King, Jr. spoke of his dream. I stand before the colossal figure of Lincoln enthroned and read his words chiseled into the white marble to his right: “ . . . a government of the people, for the people, by the people . . .” A pious hope devoutly to be wished.
Washington D.C.; August 15, 2006
© Rafael Jesús González 2024
Celebrando el Día de los Caídos (fiesta patria en los EE.UU. para recordar y honrar personas muertas en servicio en las fuerzas armadas de los EE.UU.) reflexionemos sobre el hecho de que los Estados Unidos como todo imperio ha estado en guerra o apoyando guerras con armamentos constantemente desde sus principios. Guerra, la causa principal del derroche de la Tierra y criando cambio climático, derrochando vidas (vidas estadounidenses y aun más vidas en los países que invaden o en que "intervienen").
Y la democracia por la cual hemos luchado desde la incepción de los Estados Unidos está en riesgo ante un fascismo rapaz.
Hace cincuenta y un años el pasado 30 de abril, la guerra estadounidense-vietnamita acabó con la caída de Saigón, una guerra ignominiosa a la cual la mayoría del pueblo se opuso. Aunque desde entonces guerras estadunidenses igualmente deshonrosas ha habido, esta fue la mía, no porque había luchado en ella sino contra ella.
Comparto mi pensar durante mi visita al Monumento a la Guerra en Vietnam en 2006 como mi modo de celebrar el Día de los Caídos:
El primer día en Washington D.C., en el calor de agosto, justo del Museo del Indio Americano, llevo mi camiseta con la imagen del apache Gerónimo y sus compañeros armados que lee, “Homeland Security, Luchando contra el Terrorismo desde 1492.” Camino por la alameda, el Mall, rodeo el obelisco del monumento a Washington, sigo la alberca, paso el templo griego de mármol blanco del monumento a Lincoln, al Muro de Vietnam — peregrinaje al monumento a “mi guerra,” mía no porque luché en ella, sino porque luché en oposición de ella — corazón, mente y alma.
Mi intención, un tipo de penitencia, como decir el rosario, es empezar de una punta a la otra y leer cada uno y todos los 58, 245 nombres, imaginándome un rostro, una edad, una historia, una vida. Sé que será difícil, pero no lo creo imposible (ni siquiera se alude ni a uno de los cinco millones de nombres de los vietnamitas muertos.) Empiezo con un nombre, John H. Anderson Jr. (PFC, 19 años de edad, muerto el 25 de mayo 1968, más tarde busco en la lista), luego varios, aumentando exponentemente. Se me hace más y más difícil enfocarme, las caras, las figuras de familias, amantes, turistas reflejados moviéndose contra el espejo del Muro de granito negro es una distracción, su parloteo, a veces su risa, una intrusión en mis meditaciones. A grado que el Muro se hace más largo, se eleva más y más alto hacia el centro, los nombres se amontonan uno sobre el otro, se amontonan alto y apretado, a veces difíciles de distinguir, no sé si por la cantidad, la altura, el relumbre del sol o las lágrimas que me llenan los ojos. Los nombres, las letras se borran, se corren una contra la otra.
Empiezo a pasar los nombres por encima, dejar mi atención caer sobre un nombre u otro, un Smith, un Cohen, un Bankowski, un O’Mally, un Chan, indudablemente un González aquí y allá — toda cultura Europea y muchas otras representadas por un nombre. ¿Cómo llegaron a estar allí, que historia de necesidad, que mito o sueño suyo, o de algún antepasado reciente o lejano, los trajeron a ser “americano” y morir en una guerra sin sentido o razón?
Después de algún tiempo mi lectura se hace superficial, paro de vez en cuando, me arrodillo a levantar y leer una carta, una nota de testimonio — de amor, de recuerdo — depositada al pie del Muro por algún sobreviviente, esposa, novia, madre, padre, hijo, sobrino, sobrina, amigo. Una bandera aquí y allá, una flor (la mayoría artificiales, unas cuantas vivas en botellas de refresco, marchitándose en el bochorno.)
La mente se me entume gradualmente, a veces casi alucinante, se desvía — imagina ver allí el nombre de un cobarde adinerado con conexiones políticas poderosas que ahora habita una casa blanca no lejos de aquí.
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Dicen que los muertos viven mientras sean recordados. ¿Cuántos de los nombres aquí grabados son recordados? Algunas personas, poniendo trozos de papel contra la piedra negra hacen borradores. La mayoría se apresuran, los muchachos impacientes a llegar al final, los nombres cincelados allí no lo suficiente interesantes para captarles la atención. Los nombres.
El año pasado, Xochipilli, mi grupo de hombres dedicado a la ceremonia, en colaboración con el ‘Proyecto Rostros de la Guerra’, montó una ofrenda a las víctimas de la guerra para la Celebración Comunitaria del Día de Muertos anual en el Museo de California en Oakland. La ofrenda se puso contra las paredes cubiertas de las fotografías y nombres de los soldados estadounidenses muertos en Irak, los nombres, sin fotografías, de muertos Iraquí. Los nombres, aun frescos, vivientes en la memoria reciente. Otra guerra, tan insensata, tan irredimible como la de Vietnam. Estoy cansado, la cara húmeda de sudor y llanto que no me preocupo de limpiar. Me miran los turistas, respetuosamente guardan la distancia, alejan la mirada. Sienten que esta, la de Vietnam, es mi guerra; no sé si mi camiseta les sugiera porque.
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Llego al otro extremo del Muro, Jessie Charles Alba (Sgto., 20 años de edad, muerto el 25 de mayo 1968, a mediados de la guerra.)
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Volviendo sobre a lo largo de la alberca, me siento obligado a subir los escalones del monumento a Lincoln desde los cuales Marian Anderson una vez cantó, desde los cuales Martin Luther King, Jr. habló de su sueño. Paro ante la figura colosal de Lincoln entronizado y leo sus palabras cinceladas en el mármol blanco a su derecha: “. . . un gobierno del pueblo, para el pueblo, del pueblo . . .” Esperanza pía devotamente anhelada.
-Washington D.C.; 15 de agosto 2006
© Rafael Jesús González 2024
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